La esperanza - la parábola de la semilla

Queridos hermanos en el sacerdocio, queridos amigos todos.
 
La oración colecta de este Domingo XI del Tiempo Ordinario comienza con las palabras: “Oh Dios, fortaleza de los que esperan en ti”. La esperanza es el tema que relaciona las lecturas de este domingo.
 
En nuestros días, se habla poco de la esperanza. El hombre moderno no quiere esperar, quiere tenerlo todo, inmediatamente. Quiere construir un mundo nuevo con su fuerza, su ciencia, su técnica. Y lo que es capaz de producir es a menudo impresionante. Pero la presunción de construir un mundo nuevo sin Dios no se sostiene. De hecho, el hombre moderno lo intuye porque no puede responder a las preguntas sobre el significado del mal, del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte. Por esta razón, la presunción de querer crear, con sus propias capacidades, un nuevo mundo a menudo se asocia con la actitud opuesta: la desesperación, el desaliento. Estos son los dos extremos entre los cuales se mueve el hombre moderno, que vive sin Dios: por un lado, la presunción, por otro, la desesperación. Son exactamente los opuestos de la esperanza, los pecados principales contra la misma.
Volviendo al tema inicial, nos preguntamos cuál es el significado de la esperanza cristiana. ¿Qué es la esperanza? Es la virtud por la cual deseamos la vida eterna como nuestra felicidad (cf. CIC, 1817). El Señor nos ha creado para vivir, y estamos agradecidos por cada día que el Señor nos da en este mundo. Sin embargo, estamos llamados a vivir no solo aquí en la tierra por ochenta, noventa y tal vez cien años, tenemos una vocación mucho mayor: estamos llamados a vivir felices para siempre. Este es el mensaje de San Pablo en la segunda lectura, en la cual expresa su firme confianza de no permanecer en este exilio, sino de regresar a casa, a “vivir junto al Señor”. He aquí la verdadera meta, la gran vocación que la esperanza nos indica: estamos llamados a vivir felices para siempre junto al Señor. ¿Esta llamada nos impide cumplir con nuestro deber en la tierra? No, al contrario. El Apóstol nos exhorta a esforzarnos para agradar a Dios. De hecho, cada una de nuestras acciones tiene consecuencias no solo en este mundo, sino también para la vida eterna. Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir la recompensa de nuestras obras. La esperanza nos habla de nuestra gran vocación de vivir para siempre junto al Señor, y así nos impulsa a hacer buenas obras para ser gratos al Señor.
Alguno podría ahora preguntarse: ¿tengo la fuerza para vivir así? ¿Tengo la fuerza para perseverar en el bien? ¿Tengo la fuerza para permanecer fiel en las pruebas, en los desafíos, en las tentaciones que no faltan en ninguna vida? Estas preguntas son respondidas por la primera lectura, que nos remite a uno de los momentos más difíciles del pueblo de Israel, en el tiempo del exilio: una parte del pueblo había sido deportada a Babilonia, Jerusalén fue destruida, el templo ya no existía. Israel ya no existía como pueblo libre. En esta situación, podría surgir en los israelitas la pregunta: ¿Dios nos ha abandonado? ¿No hay ya para nosotros un futuro, una esperanza? Precisamente en esta situación, Dios envía al profeta Ezequiel para darle al pueblo un ánimo y una esperanza nuevos. El Profeta compara al pueblo con un cedro y anuncia: “Así dice el Señor Dios: tomaré de la copa del cedro... un retoño y lo plantaré en una montaña alta... Echará ramas y dará fruto y se convertirá en un magnífico cedro”. Dios no abandona a su pueblo. Hace un nuevo comienzo, continúa guiando a Israel para que pueda dar fruto. Lo que Dios hace por Israel, lo hace también por la Iglesia, por nuestras comunidades, nuestras familias y cada uno de nosotros. Él nunca nos abandona, siempre nos guía, nos acompaña, nos purifica, nos consuela, nos fortalece, nos ama, incluso y especialmente en los momentos difíciles.
 
 
 
 
 
 
 
El símbolo más bello de esta amorosa preocupación del Señor es su Sagrado Corazón, del que manó agua y sangre, señales de las gracias de la Nueva Alianza, de las gracias de los sacramentos, de la nueva vida. Siempre podemos obtenerlas de este Corazón, que es la fuente de nuestra esperanza, en cada situación de nuestra vida. Ésta es la razón por la cual la Madre Julia nos hace esta invitación: “Deposita toda tu confianza y toda tu esperanza en el Sagrado Corazón de Jesús ... ¡Está cierto de que él te ama!”
Finalmente, una última pregunta: a veces tenemos la impresión de no progresar en la fe, de permanecer en el mismo nivel, de no crecer en la vida espiritual o de crecer lentamente. Jesús nos responde a esta experiencia con la parábola de la semilla que un hombre echa en la tierra. Esta semilla crece, ¿cómo?, él mismo no lo sabe. Ya que la tierra produce espontáneamente, primero el tallo, luego la espiga, después la espiga llena de granos. Cuando el fruto está maduro, llega la cosecha. Algo similar sucede en nuestra vida espiritual: Jesús siembra su Palabra en nuestros corazones, y estamos llamados a acoger esta semilla –y también a sembrarla en muchos otros corazones. Pero primero debemos confiar en la semilla que tiene en sí misma una fuerza divina que la hace crecer, y debemos tener paciencia, como el agricultor, para que la semilla pueda crecer, madurar y dar fruto. Tener paciencia –con los demás y con nosotros mismos, es muy importante. La paciencia es expresión de la esperanza. Si tenemos el valor de perseverar en la confianza y en la paciencia, también podremos experimentar la segunda parábola que Jesús cuenta sobre la semilla de mostaza: muy pequeña, se convierte en una planta grande.
Esta es la experiencia de la Iglesia, que de un pequeño grupo de amigos en torno a Jesús se ha convertido en una gran comunidad que ahora tiene raíces en todos los continentes. Ésta es, a un nivel más pequeño, la experiencia de nuestra comunidad que, a partir de una semilla plantada en la tierra de la Iglesia por Madre Julia, se ha convertido en un hermoso árbol con una rama de consagradas, otra de sacerdotes y familias, sacerdotes junto con laicos. Esta es también la experiencia de nosotros reunidos aquí: hace once años, cuando Alejandro fue bautizado, comenzamos nuestro trabajo con las familias y luego también con los sacerdotes. Y ahora vemos una hermosa comunidad de personas que se apoyan mutuamente en la oración, el amor y la amistad.
 
Damos gracias al Señor por la semilla de su palabra que continúa dando frutos en la tierra de su Iglesia y hace crecer el Reino de Dios. Y oramos para que el Señor nos ayude a ser fuertes en la fe, en el amor y también y sobre todo en la esperanza. Amén.