Cover
»«
Fecha de publicación
27.09.2016
Autor
La Familia espiritual «La Obra»

La virginidad de María y su sentido hoy

Hace algunos años, una empresa de detergentes usó estas palabras para la publicidad de sus productos: «La pureza tiene una fuerza penetrante». Cuando un creyente escucha estas palabras no piensa solamente a la limpieda de un vestido, que tendría una fuerza penetrante.

El cristiano aplica este eslogan a su persona y piensa en la pureza como algo más profundo. En un mundo caracterizado con frecuencia por la mentira, la avidez, la violencia y la relajación de costumbres, una persona de corazón puro y sencillo irradia una fuerza penetrante. El mundo tiene necesidad de pureza. Como cristianos tenemos la tarea de ser sinceros y veraces en todo, de someter las pasiones a la fuerza ordenadora del espíritu para que estén permeadas por el amor.La virginidad tiene un significado importante en la Familia espiritual «La Obra», entendida como virginidad de la fe, del espíritu, del corazón y del cuerpo. Como se sabe, algunos miembros de la Iglesia son escogidos por el Señor para vivir la continencia perfecta por el Reino de los cielos. La gracia de Dios les da la fuerza para renunciar al matrimonio y entregarse totalmente a Cristo y a la edificación del Reino de Dios en el mundo. Sin embargo, todos los cristianos están llamados a vivir la virginidad de la fe, del corazón y del espíritu, así como la virtud de la castidad, según su propio estado de vida. ¿Qué quiere decir ésto? ¿Qué actualidad tiene esta llamada en el mundo de hoy? Queremos responder a estas preguntas tomando como modelo a la Madre de Dios, la bienaventurada Virgen María.

La virginidad de la fe
 

San Lucas nos habla de una mujer fascinada por la persona de Jesucristo. Escuchando las pala­bras de este hombre y viendo los milagros que realizaba, su pensa­miento se dirigió espon­tánea­mente a la que era su madre y exclamó: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27). Esta mujer desconocida admiraba a esa madre que había engendrado, alimentado y educado un hijo semejante. Pero el Señor le respondió señalando cuál es la verdadera grandeza de María: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28). Ciertamente para María fue un privilegio que el Verbo de Dios se encarnara en su seno. Pero lo que hacía que fuera verdaderamente grande es la apertura de su corazón a la Palabra de Dios. María es la primera a la que se aplican estas palabras del Señor: biena­venturados los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Ella ha escuchado mejor que nadie la palabra de Dios y la ha practicado en su vida. Por esto dice san Agustín: «María fue más dichosa por aceptar la fe en Cristo que por concebir la humanidad de Cristo» (sancta virginitate, 3). La fe de María no cambió ante ninguna duda, en su corazón no había reservas, miedos o reticencias hacia Dios.

Aspiración de todos debería ser conseguir una apertura semejante. La virginidad de la fe significa acoger, sin reservas, el mensaje del Evangelio tal y como lo anuncia la Iglesia. Puede haber momentos en los que quizás digamos: «Esto no lo entiendo. La Iglesia pide demasiado. Yo pienso otra cosa». Pero si en esos momentos nos sometemos a la verdad enseñada por la Iglesia nos acercamos más a Dios y encontramos paz en nuestro corazón. La verdad nos libera y nos asegura la verdadera felicidad. Está muy difundida la idea de que se puede ser buen católico aunque no se acepten algunas enseñanzas de la fe o determinadas conductas morales. Se piensa que sólo la conciencia es la única instancia que puede decidir lo que debemos aceptar o no en materia de fe. Esta opinión es errónea. La fe virginal es una fe que escucha, que se confía plenamente a Dios, que sabe que el Señor no puede engañarnos.
 

Obviamente existen verdades que se oponen al espíritu de cada época. Por ejemplo, muchas personas tienen hoy dificultad para aceptar el carácter único de Jesucristo frente a los fundadores de otras religiones, o que nuestra fe no es un camino entre otros sino el único que lleva a Dios y a la salvación. Otros tropiezan con lo que enseña el Magisterio acerca de la fecundación artificial, como algo contrario al orden del amor y a la transmisión de la vida. Amar verdaderamente al Señor comporta la disponibilidad a aceptar la doctrina de la Iglesia en toda su integridad y pureza, con alegría y gratitud. Fortalecidos por esta fe virginal digamos con san Pablo: «No podemos hacer nada contra la verdad, sino a favor de la verdad» (2 Co 13, 8).

La virginidad del espíritu

El diálogo entre el ángel Gabriel y la Virgen María nos permite comprender hasta qué punto el espíritu de María estaba permeado por la fe. Después de que el mensajero de Dios le anunciara que daría a luz un hijo, al que llamaría Jesús (cf. Lc 1,30-33), ella pregunta: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?» (Lc 1,34). Esta pregunta prueba ante todo que María no acogió pasivamente el anuncio del ángel. La fe no sustituye a la razón humana, sino que la estimula, ensancha su horizonte y lo abre a los pensamientos y proyectos de Dios. El creyente pone todas las fuerzas de su espíritu al servicio del Señor. Cuando escucha las palabras del ángel, María se encuentra inesperadamente en la obligación de elegir entre dos vocaciones, aparentemente contradictorias: por un lado se siente llamada a la virginidad, respondiendo que no conoce a varón; por otro lado, el ángel le dice que dará a luz un hijo. Su pensar puro y creyente se manifiesta en la aceptación del anuncio del ángel. No dice «¡No es posible!». Simplemente pregunta: «¿Cómo es posible?». La palabra «cómo» expresa la virginidad de su pensamiento. No responde con un «no» sin fe al plan de Dios, sino con un «cómo» lleno de fe al servicio de la acción de Dios. Ante la dificultad de su razón, el ángel la ayuda recordándole que Isabel, más allá de toda expectativa humana, ha concebido un hijo en la vejez. La constatación de que Dios puede hacer cosas aparentemente imposibles le basta a la humilde Virgen de Nazaret para dar un «sí» lleno de fe, poniéndose a disposición de Dios y de su obra.
Nazareth
»En María no hay nada inmaduro. Al contrario, la maravillosa e infinita grandeza de su vocación y toda su colaboración al plan de redención como Esposa y Madre brotan de su corazón puro e inmaculado, de su vida sencilla de hija de Dios, de su integridad, disponibilidad y fidelidad virginales.«
Madre Julia

María tenía un modo de pensar sencillo y profundo. Su espíritu no era complicado, ni ingenuo, no era egocéntrico o cerrado. Estaba  totalmente centrada en Dios y no conocía ese modo de pensar y de hablar centrado en sí mismo, que con frecuencia caracteriza a los hombres. Madre Julia escribió al respecto: «La Virgen no conoce la conciencia analítica con los desgarros y tumultos interiores que derivan en frutos amargos. En María no hay nada inmaduro. Al contrario, la maravillosa e infinita grandeza de su vocación y toda su colaboración al plan de redención como Esposa y Madre brotan de su corazón puro e inmaculado, de su vida sencilla de hija de Dios, de su integridad, disponibilidad y fidelidad virginales».

María nos enseña a desenmascarar al «padre de la mentira» (Jn 8,44). Ella nos ayuda a no dejar entrar en nuestros pensamientos la duda, los pretextos y las verdades a medias, el orgullo, los celos y la desconfianza hacia Dios. La virginidad del espíritu significa que devemos vigilar nuestro modo de pensar y no dar curso libre a nuestros pensamientos. San Pablo nos invita a «deshacer los sofismas y cualquier baluarte que se alce contra el conocimiento de Dios». Como dice el Apóstol: «reducimos los entendimientos a cautiverio para que se sometan a la obediencia de Cristo» (2 Co 10,5). Hay pensamientos verdaderos y buenos que nos muestran nuevos horizontes y nos orientan a Dios, nuestro sumo bien. Pero hay también pensamientos peligrosos que nos apartan interiormente de la fidelidad a la Iglesia, del amor al cónyuge, de la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, y que conducen a los hombres por caminos de perdición. San Pablo confía a los cristianos de Corinto su inquietud de que «se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad y de la pureza debida a Cristo» (2 Co 11,3).

La virginidad del espíritu significa dirigir continuamente la mente a Dios y a su verdad. Las personas que tienen esta disposición, expresión de auténtica humildad, se abren a cualquier rayo de verdad que las alcanza y son honestas y claras en sus intenciones, en sus palabras y acciones. Escuchan con corazón puro la voz de su conciencia y al mismo tiempo ponen todas sus fuerzas al servicio del Reino de Dios. Si somos personas así, obtendremos de Dios la sabiduría y podremos contar con su ayuda y bendición.

 

La virginidad del corazón
 
Desde el primer pecado de Adán y Eva, el corazón del hombre está dividido. El pecado perturba nuestra armonía interior, nuestra unión con Dios, con nosotros mismos y con los demás. María fue preservada del pecado original y de toda culpa personal. Su vida pertenecía al Señor. En el momento de su vocación se puso a disposición de Dios sin ninguna reserva. En ningún momento de su vida ha dejado de vivir plenamente este «sí». La Virgen santa nos ayuda para que en nuestro camino de fe lleguemos a la adhesión total y pura a Dios.

Jesús nos dice: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). Con estas palabras el Señor nos pone en guardia frente a toda forma de idolatría, de compromisos y de falsedad. El mundo no necesita cristianos superficiales, sino hombres y mujeres que se dejan iluminar por la luz del Evangelio, en todos los aspectos de su vida. Necesita testigos verdaderos y creíbles. Faltamos a la honestidad cuando exigimos a los demás una vida virtuosa mientras que nosotros mismos no la practicamos; o cuando criticamos las equivocaciones de los demás pero no trabajamos constantemente en mejorar nuestro carácter; o cuando acusamos a los demás tratando de camuflar nuestros propios pecados. No es justo que los padres recen por la fe de sus hijos y luego, si éstos sienten la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, les pongan dificultades.

Para conservar la virginidad del corazón debemos luchar contra la concupiscencia de la carne. Se necesita la pureza de la mirada, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación, y el rechazo de toda complacencia en pensamientos impuros que induce a alejarse del camino de los mandamientos divinos. Es también importante un sano sentido del pudor, que preserva la intimidad de la persona, ordena los gestos de acuerdo con la dignidad de las personas y de su unión, invita a la paciencia y temperancia en la relación amorosa, inspira la elección de la ropa y fomenta la discreción.
 

En una oración a María, Madre Julia escribía: «Tú has llevado a cabo todo lo que Dios esperaba de ti». Éste debe ser también nuestro deseo: realizar con alegría y corazón virginal todo lo que Dios espera de nosotros.

La virginidad del cuerpo
 
La Iglesia siempre ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, y sin intervención humana. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, la virginidad de María manifiesta «la iniciativa absoluta de Dios en la encarnación» (n. 503). Jesús es el nuevo Adán que inaugura la nueva creación. El Hijo de la Virgen María viene directamente de Dios y todos aquellos que quieren ser sus hermanos y hermanas, han de ser regenerados desde lo alto. La participación en la vida divina no proviene «de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios» (Jn 1,13).
 

Hoy día nos enfrentamos a una obsesión grande y a veces enfermiza con relación al sexo. Se pretende superar la supuesta desconfianza de un cristianismo antiguo hacia la corporeidad y se busca gozar plenamente el amor, también en su dimensión sexual. Pero a menudo no se respeta al cuerpo humano en su dignidad. En la Encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI escribe al respecto: «El modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro “sexo”, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo».

El ser humano, compuesto de alma y cuerpo, puede alcanzar el gozo y el amor verdaderos sólo si está dipuesto a «un camino de ascesis, renuncia, purificación y sanación» (n. 5). La virtud que nos guía en este camino es la castidad. Esta virtud nos ayuda a no dejarnos dominar por las pasiones sexuales, y a integrar en nuestras vidas la sexualidad que, como un don precioso del Creador, es parte de nuestro ser hombre o mujer.

Todos los bautizados están llamados a la castidad. Para los esposos significa vivir cada día el amor sincero y permanecer fieles el uno al otro hasta la muerte. Están llamados a «tratar su cuerpo con santidad y respeto, sin dejarse arrastrar por la pasión como hacen los paganos que no conocen a Dios». (1Ts 4,4s). La castidad conyugal también incluye el «no» a la anticoncepción, según la doctrina de la encíclica Humanae vitae, del Papa Pablo VI, así como la elección de los métodos naturales de regulación de la natalidad, cuando motivos serios desaconsejan el nacimiento de otro niño. Esta actitud hace que el amor de los esposos se vuelva más fuerte y sincero. Las parejas que viven la castidad matrimonial son un gran testimonio para que las personas no casadas, solteras o viudas, vivan la abstinencia. También pueden ayudar para que los novios reserven para el matrimonio las manifestaciones de ternura propias del amor conyugal.

Los grupos y movimientos, como por ejemplo True Love Waits, son un gran apoyo y aliento para que los jóvenes maduren en su amistad con Jesús y vivan la castidad antes del matrimonio. También la consagración a María, difundida en tantos lugares, fortalece a los jóvenes en su compromiso de vivir con alegría la virtud de la castidad.

Los niños actualmente, tanto en la escuela incluso materna como en los medios de comunicación, están sometidos a una información sobre la sexualidad a menudo unilateral. Hay que animar a los padres para que cuiden con esmero la educación de esta área específica y que les hablen de ello de modo adecuado.

Nuestro tiempo necesita más que nunca el testimonio de personas que viven el celibato y el amor virginal. En cada época, el Señor elige hombres y mujeres para que, «por el Reino de los cielos» (Mt 19,12), renuncien libremente al gran bien del matrimonio. Dan todo su amor a Cristo y se consacran al servicio del prójimo como padres y madres espirituales. Sus vidas son un don de Dios para la Iglesia y un gran signo para el mundo. La alegría con la que los sacerdotes y las personas consagradas viven su vocación influye mucho sobre los hombres, constituyendo de alguna manera un signo de que en Cristo se encuentra la verdadera y definitiva felicidad.

 

Crecer en el amor
 

La Santísima Virgen nos estimula a vivir la propia vocación. En María se cumple plenamente la bienaventuranza de Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). ¿Qué signífica esta bienaventuranza? En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede leer: «Los corazones limpios designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad, la castidad o rectitud sexual, el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe» (n. 2518).

»La vida de María es un don de la misericordia de Dios para los hombres. Con la Madre Julia le rezamos: «Haz que mi alma esté cada vez más sedienta de tu Amor».«
Madre Julia
Con la ayuda de María podemos conservar o recuperar la pureza del corazón, que nos hace capaces de adorar a Dios en espíritu y verdad, y de reconocer su bondad en el rostro de Jesucristo. La pureza de corazón es el requisito previo para ver a Dios en el cielo. Mientras estamos aquí, nos permite ver el mundo según Dios, descubrir en el prójimo la imagen de Dios y percibir el cuerpo humano como templo del Espíritu Santo y manifestación de la belleza divina.
 

María nos ayuda a ser personas que aman.  La virginidad de su fe, de su espíritu, de su corazón y de su cuerpo nos anima a entregarnos totalmente a Dios, como ella, y a crecer en la caridad hasta el fin de nuestra existencia. La vida de María es un don de la misericordia de Dios para los hombres. Con la Madre Julia le rezamos:

En su Encíclica sobre el amor cristiano, el Papa Benedicto XVI nos exhorta a mirar a María y a pedir su ayuda: «María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad, experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón... Santa María, Madre de Dios, tú has dado al mundo la verdadera luz, Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios. Te has entregado por completo a la llamada de Dios y te has convertido así en fuente de la bondad que mana de Él. Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él. Enséñanos a conocerlo y amarlo, para que también nosotros podamos llegar a ser capaces de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento» (n. 42).